

Hace unos años, mientras esperaba en una sala de juntas ajena, en una ciudad cualquiera y antes de una reunión que ni siquiera recuerdo bien, me senté junto a un tipo que atendía su laptop con una serenidad envidiable.
Estábamos ahí por motivos distintos, pero por cortesía o por aburrimiento, cruzamos un par de palabras. Me preguntó a qué me dedicaba, le respondí algo genérico, y luego le pregunté si le estaba yendo bien con su proyecto. No dudó ni un segundo en responder.
Me dijo: “Mira, yo solo compito con el cero”.
Me reí, pero él lo dijo en serio.
Me explicó que la mayoría de las personas se bloquean porque están pensando en todo lo que tienen que lograr para que “valga la pena”, como si el día solo contara si lograste cerrar una venta, agendar cinco juntas, o que te dieran veinte likes.
Pero él había decidido no jugar ese juego. Para él, cada cosa que hiciera, aunque fuera pequeña, era mejor que el cero. Una llamada más era mejor que no llamar.
Un correo más enviado era mejor que tener la bandeja llena de borradores. Un cliente más, aunque no fuera el grande, era ganarle al cero.
Esa frase, tan sencilla y tan absurda en su momento, se me quedó pegada como si me la hubiera tatuado sin querer.
Porque con los años entendí que ese enfoque tiene más fuerza de la que parece. El verdadero freno no está en no lograr mucho, sino en dejar de hacer por miedo a no lograr lo suficiente.
Es esa mentalidad de “si no va a ser grande, mejor ni empiezo”, la que termina por paralizarnos. Y esa pausa, a veces disfrazada de estrategia, se convierte en una forma elegante de procrastinar.
Competir con el cero, en cambio, es volver al presente. Es recordarte que lo que más cuesta no es vender, escribir, grabar o liderar… lo que más cuesta es arrancar.
Y que cada acción cuenta no por lo que consigue inmediatamente, sino por lo que activa. Una llamada puede abrir una puerta.
Una conversación puede cambiar una relación. Una publicación puede hacerte visible para alguien que no sabías que te estaba buscando. Pero si no haces nada, no hay posibilidad. Solo te queda el cero.
Hoy más que nunca veo personas con ganas reales de hacer cosas. Líderes, emprendedores, creadores, profesionales independientes.
Todos con ideas, talento y momentos de claridad. Pero también con mucho miedo. Miedo al juicio, al error, al rechazo, a la falta de resultados.
Y ese miedo no siempre paraliza con gritos. A veces paraliza en silencio, con listas interminables, con agendas llenas de tareas sin prioridad, con perfeccionismo disfrazado de planeación.
Por eso, cuando me siento así —porque claro que a mí también me pasa— vuelvo a esa frase: hoy solo tengo que ganarle al cero. Solo eso. Hacer una cosa más que nada. Enviar ese mensaje.
Levantar ese teléfono. Revisar ese archivo. Agendar esa reunión incómoda. Tomar esa decisión que he venido pateando. No porque sea espectacular.
No porque me vaya a cambiar la vida en ese momento. Sino porque es una victoria emocional sobre la inercia. Y porque cuando la acción vence al cero, ya empezaste a moverte.
No necesitas resolver tu vida esta semana. Solo necesitas moverte una vez más de lo que lo hiciste ayer.
Esa es la competencia real. Y por ahí, poco a poco, el cero deja de tener fuerza.







