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Cómo era saltar en paracaídas hace 100 años

Hay experiencias que, sin importar la época, se pueden considerar extremas y arriesgadas, aunque también fascinantes.

Un ejemplo es el salto en paracaídas que llegó a México hace más de cien años.


A inicios de los años 20, la aviación comenzaba a ganar una buena reputación como forma segura de viajar. Incluso así, existía el temor de tripular un avión que fallara en pleno vuelo, por lo que un primer punto a favor del auge del paracaídas era su función de salvar vidas en caso de emergencia.


Sin embargo, no pasó mucho tiempo para que gente de la propia Ciudad de México y del resto del mundo ocupara este impactante invento para divertirse o alcanzar la fama, por eso esta entrega de Mochilazo en el Tiempo recuerda a los paracaidistas mexicanos del siglo pasado.

El impacto de ver personas caer


Las más antiguas páginas de EL UNIVERSAL que tocaron el tema del paracaidismo son de inicios de los años 20. Se trataba de todo un fenómeno social, ya que al mismo tiempo que buena parte de la población aún pensaba dos veces la idea de volar en avión, surgió una propuesta aún más intrépida: saltar de las aeronaves.

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Quizá los temores de la población partían del hecho de que, de acuerdo con una nota de 1921 en este diario, muchos conocían el paracaídas en espectáculos de circo, que sin duda explotaban los nervios de la audiencia.


El prejuicio perduró hasta entrados los años 30, cuando la prensa señaló que el público no tenía nociones claras de los avances en seguridad aeronáutica debido a que se hablaba poco del progreso y mucho de los contados accidentes.

Un recurso arriesgado pero confiable


“Para hacer un salto con paracaídas, no se necesita comer carne de león ni ser una persona superior a todas las demás”, decía Abraham Murillo, paracaidista del Segundo Regimiento Aéreo, en un reportaje de El Universal Ilustrado de 1932.

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Murillo declaró que se sentía incómodo con el palpable prejuicio de la población hacia los saltos en paracaídas, en especial porque la desinformación ya se extendía también en la prensa.
Decidido a desengañar al público, explicó las bases de tal hazaña: “lo único que se necesita es conocer el paracaídas que se va a usar, acostumbrarse un poco al vuelo del avión para sentir seguridad en el aire y seguir cuidadosamente las indicaciones del instructor”.


En su opinión, la parte más peligrosa era el aterrizaje, pero recalcó que no había necesidad de preocuparse si se seguían los consejos del instructor.


Una reflexión interesante es que en las conversaciones en que Murillo sorprendió a los espectadores, notó que “la mayoría de ellos no van precisamente a ver un paracaídas que se abre, sino muy por el contrario, van con la esperanza de ver un paracaídas que no se abre, Dios se los perdone”.
Cien años después, los saltos en paracaídas son algo que quizá se ve más en el cine o en redes sociales que en la vida real, pues los espectáculos en vivo son ocasionales.
Con el tiempo se volvió un deporte extremo y hoy existen academias dedicadas a preparar civiles para dar tantos saltos como pueda costear el bolsillo.

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