Nos engañaron con la canasta de cangrejos mexicanos
Impacto en los negocios/Por: Mario Elsner


Te acompaño al siguiente nivel de los negocios
Durante años, la historia circuló como verdad incuestionable.
Nos la contaron en conferencias, en talleres de liderazgo, en comidas familiares, en charlas de sobremesa, y se fue quedando como parte de esa sabiduría popular que uno repite sin cuestionar demasiado, porque parece encajar con lo que ve.
La historia decía que si metías cangrejos de otro país en una canasta, tenías que taparla. Pero si los cangrejos eran mexicanos, no hacía falta. Porque cuando uno intentaba salir, los otros lo jalaban de vuelta. Y entonces se usaba eso como explicación de por qué aquí cuesta tanto crecer, por qué hay tanta envidia, por qué el que quiere avanzar termina sintiéndose solo o mal visto. Era una especie de conclusión sociológica disfrazada de chiste, y a la vez, una forma de que todos nos sintiéramos un poco víctimas del sistema.
Yo también la conté más de una vez.
Me pareció útil en ciertos contextos. Servía para ilustrar por qué los equipos a veces se frenan, por qué el talento se cansa, por qué la gente deja de proponer.
Hasta que un día me di cuenta de que esa historia, en lugar de despertar conciencia, estaba sirviendo como excusa.
Porque si cada vez que alguien intenta hacer algo distinto terminamos repitiendo la historia de los cangrejos, en el fondo lo que estamos haciendo es validar la idea de que no se puede. De que si sobresales, te van a jalar. De que si creces, incomodas. De que si lideras con otra mentalidad, el resto no te va a seguir. Y lo más peligroso de todo eso es que le quitamos responsabilidad al que sí podría marcar la diferencia, pero prefiere no hacerlo para no desentonar.
Ahí fue cuando dejé de usar esa historia.
Porque me di cuenta de que no estaba describiendo un país, ni una cultura, ni una empresa. Estaba describiendo una actitud. Una forma de evadir el liderazgo real, envolviéndola en una narrativa cómoda.
Porque al final, decir que “los demás me jalan” es mucho más fácil que decir “yo me estoy frenando para no incomodar”.
Y eso va completamente en contra del tipo de liderazgo en el que yo creo.
El liderazgo incómodo —el de verdad— no espera a que todos estén listos para actuar. No pide permiso cultural. No se acomoda a lo que conviene. Y, sobre todo, no busca culpar al entorno. El liderazgo de impacto empieza cuando alguien decide hacer lo correcto aunque no sea popular, cuando alguien toma una decisión pensando en el futuro aunque a corto plazo genere ruido, y cuando alguien se atreve a ser el primero en salir de esa canasta, no para salvarse, sino para abrir una vía nueva.
He trabajado con muchos equipos, y he conocido personas con un talento extraordinario que se han frenado más por miedo al juicio interno que por un sistema externo que realmente los quiera detener. A veces ni siquiera hace falta que alguien los jale. Ellos solitos se sabotean para no romper con la expectativa colectiva. Porque crecer, cuando nadie más lo está haciendo, implica cargar con más que resultados. Implica cargar con miradas, con dudas, con comentarios que no siempre son explícitos, pero que se sienten.
Y, sin embargo, si nadie se atreve a sostener eso, entonces seguimos todos dentro. No por culpa de los cangrejos… sino por nuestra decisión de quedarnos. Porque lo que nos engancha no es la canasta. Es la historia que nos convencieron de contar.
Hoy lo tengo claro: no vine a adaptarme a esa historia.
Vine a escribir otra.
Una donde el que sube no es arrogante. Es responsable.
Una donde el que propone no es iluso. Es guía.
Y una donde el que lidera no se justifica con frases viejas, sino que se incomoda con valentía, aunque le toque caminar primero.







