

Hay un momento en el que de repente volteas y te das cuenta de que te sigues enamorando. Creo en el amor siempre, mientras tengamos corazón, alma y ganas. ¿Por qué no?
El amor no está peleado con la edad, al contrario, creo que llegas a cierta edad en la que has vivido lo suficiente para saber que compartir la vida con alguien no es una fantasía de cuentos de hadas, sino una construcción diaria hecha de respeto, paciencia y pequeñas decisiones.
A tus cincuenta y tantos, te das cuenta de que ya no buscas perfección ni promesas eternas. Buscas paz, conexión genuina y una compañía que no pese, sino que sume, que te permita seguir devorante el mundo, pero juntos.
Convivir a esta edad no es como antes. Ya no se trata de encajar, sino de acompañarse. Ambos tienen historias, heridas, hábitos forjados en el tiempo y también la madurez de saber que el amor no es control ni sacrificio, sino libertad compartida.
Te descubres valorando las conversaciones sin apuro, los silencios sin tensión, los gestos que no buscan impresionar, sino cuidar.
Aprendes que convivir después de los 50 es tener un refugio emocional, alguien que sepa cuándo hablarte y cuándo solo abrazarte.
También hay desafíos, claro que los hay. A veces chocan las costumbres, las rutinas, las maneras de ver la vida, pero ya no reaccionas como antes. Ahora eliges el diálogo, la pausa, la empatía, porque sabes que el tiempo es valioso y no quieres desperdiciarlo en luchas inútiles.
Convivir a esta edad es, sobre todo, una decisión consciente. No por necesidad, por soledad o apego, sino por elección. Porque aún crees en el amor, pero ahora lo haces con los pies en la Tierra y el corazón en calma. Y eso, eso es profundamente hermoso.
Muchos siguen esperando “el momento perfecto”, “la persona perfecta”. Es miedo a actuar sin certezas, la dicotomía del control al mando del ego. Y mientras el ego necesita control, plan y validación, el alma solo pide sentido y el corazón amar.
No se trata de planificar más, se trata de vivir tu porqué.
“Saber cómo” es la obsesión del ego. “Saber por qué” es la misión del alma.
La estrategia es útil, pero sin propósito, solo maquilla el estancamiento.
Las verdaderas transformaciones no nacen del manual fotocopiado de una técnica, nacen de un compromiso con lo esencial, tu sentido significativo, contigo.
Ese compromiso no llega cuando todo está claro, llega cuando tomas decisiones, acciones, cuando algo dentro no quiere seguir igual.
“Locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando resultados diferentes”, Albert. Einstein.
El propósito no se alcanza, se habita.
Quien espera tener todo resuelto para empezar, se pasa la vida esperando.
El camino no premia a quien duda, premia a quien se entrega. Cada paso con intención afila la identidad. No se trata de estar listo, se trata de estar decidido y avanzar.
Elegir entre el ego y el propósito es elegir quién conduce tu vida. El ego quiere resultados inmediatos y l propósito construye significado a largo plazo.
El ego exige certezas, mientras que el propósito te enseña a confiar.
El ego busca alguien te valide y el propósito inspira impacto. Ese impacto no llega por postureo, llega cuando alguien se atreve a vivir en congruencia, incluso cuando nadie lo aplaude.
Esperar no es prepararse, esperar es distraerse con excusas. La vida no está esperando.
Salir al ruedo antes de sentirte listo no es imprudencia, es inteligencia emocional, porque solo en el hacer se ordena el ser.
Lo que no se activa hoy, se pierde mañana, y no por castigo, sino porque cada día que se posterga es una versión tuya que no llega, un talento que no se muestra, una voz que no se escucha, un legado que no deja huella.
El verdadero problema es seguir esperando a tenerlo todo para comenzar. No necesitas tenerlo todo para comenzar, solo saber que hay centímetros de distancia a un canal o a un campo de tulipanes.
Celebro tu vida, madre, porque a la tuya le debo la mía.