Opinión

Flores, dragones y algo más…

RITO DE FLORES - Martha Meza

La temporada del “ego”, del Sol, de Leo, no hace más que orillar a que en los trabajos se torne todo como campo de batalla emocional. Y eso que todavía falta poco más de un mes para la temporada de eclipses.

En el mundo profesional hay muchas formas de perder la libertad, pero pocas son tan invisibles y tóxicas como la adicción al poder, especialmente cuando ese poder es mínimo, mezquino y simbólico, y está en manos de alguien que nunca trabajó su ego, su dolor ni su historia no resuelta. No hay adicción más peligrosa que la de un mediocre por el poco poder que le dieron.

¿El resultado? Un liderazgo sin liderazgo. Un entorno de miedo, control y manipulación disfrazado de profesionalismo. Un infierno silencioso que muchos conocen, pero pocos se atreven a nombrar.

No es necesario tener un cargo alto para lastimar. A veces, solo se necesita un escritorio, un sello, una mirada y una autoestima rota que encontró en el poder una prótesis para sentirse valioso.

El poder mal gestionado no nace del liderazgo, sino de la carencia. Y lo que nace de la carencia, exige validación constante. No es una búsqueda de impacto. Es una huida del vacío.

Freud decía que donde hay poder, hay deseo. Pero no cualquier deseo, el deseo de controlar lo que se teme perder.

El mediocre no busca construir: busca dominar. No quiere mejorar el sistema: quiere que todo dependa de él. No lidera: vigila. No acompaña: marca territorio. No inspira: asfixia.

Es un poder basado en el miedo. Y el miedo, sostenido demasiado tiempo, erosiona la dignidad.

No hay mejor alimento para un mediocre con poder que un equipo desinformado, emocionalmente frágil y mentalmente dormido. La ignorancia emocional de los colaboradores (su falta de entrenamiento, su silencio por miedo y su carencia de criterio propio) es lo que más empodera a los que necesitan controlar para sentirse válidos. Porque donde no hay consciencia, hay manipulación. Y donde no hay preparación, hay sometimiento.

La falta de autoconocimiento del líder es peligrosa, sí, pero la de su equipo también. Porque un colaborador que no se conoce ni se fortalece es fácil de manejar, más dócil que valiente, más obediente que autónomo. Y eso no es casual, es funcional al sistema que necesita súbditos, no interlocutores.

Muchos lugares de trabajo se vuelven campos de batalla encubiertos, donde cada pasillo es un teatro, cada reunión una demostración de ego y cada decisión una estrategia para proteger el trono.

¿Quién sufre? El talento, el que piensa diferente, el que propone, el que no necesita aprobación para actuar.

¿Quién prospera? El sumiso, el obediente, el que sabe que la única manera de sobrevivir es no brillar demasiado. Y a algunos no nos gusta dejar de brillar.

Cuando el poder no se basa en principios, sino en carencias, cualquier amenaza a ese equilibrio precario se percibe como un ataque personal. Entonces, se castiga la autonomía, se censura la iniciativa y se promueve la obediencia como virtud.

Puede parecer cruel, incluso inhumano, hasta que observas cómo opera el mediocre con poder. Porque cuando este tipo de personajes te perciben como una amenaza (no porque hayas hecho algo malo, sino porque piensas diferente, tienes influencia en otros o brillas sin pedir permiso) no descansarán hasta borrarte del mapa.

Y no lo harán con gritos. Lo harán con sutilezas, silencios, exclusiones y gestos calculados. Porque el mediocre no confronta, socava. No discute, elimina. No contesta.

Por eso, cuando estés frente a uno, hay que entender esto: no hay negociación posible. No hay redención que te salve porque su necesidad no es crecer, es conservar su lugar. Aunque sea al precio de amputar tu potencial.

¿La solución? No buscar aprobación, no justificarte, no explicar quién eres. Alejarte, romper el juego, salir del teatro.

Porque, a veces, la estrategia más inteligente es no pelear, es dejar de gastar energía en convencer a quien ya decidió no verte y no contestarte. Escuchar al universo, mi universo que haría sin ti, sin escucharte.

Y no, no se trata de “aplastar” con violencia. Se trata de marcar límites con determinación. de sostener tu dignidad por encima del oportunismo ajeno. Porque si no lo haces, ellos lo harán por ti… pero a tu costa.

La adicción al poder no es liderazgo, es dependencia emocional. Es un niño herido jugando a ser Dios, y como todo niño asustado, necesita controlarlo todo para no sentirse abandonado por dentro.

Pero claro, aceptarse duele. Y controlar anestesia. Es más fácil construir un sistema de dominación que abrirse al espejo de la propia vulnerabilidad. El problema es que ese sistema termina por destruir todo lo que toca.

Mientras tanto, muchos profesionales quedan atrapados en una dinámica agotadora: correr detrás de validación, cumplir objetivos absurdos, soportar humillaciones sutiles todo por la zanahoria del ascenso o la “tranquilidad” del empleo.

Se vuelve normal aceptar el abuso microdosificado. Reuniones donde nadie se atreve a decir lo que piensa.

Eso también es violencia. Es el tipo de violencia que no deja marcas en la piel, pero sí cicatrices en la autoestima; es la violencia de las organizaciones que premian la obediencia y castigan el criterio.

No todo jefe es líder, no todo poder es sano y no toda estructura merece tu lealtad. No eres tu puesto, no vales por aprobación. Vales por tu coherencia. Tu mejor activo es tu libertad interna.

A veces, la mejor forma de resistir el abuso es irte. Otras veces, es quedarte y hablar. Pero nunca callar tu verdad para conservar una silla.

Porque cuando el dinero y el poder hablan, ¡los valores callan!

Ojalá nunca te quedes abrazando un lugar equivocado, porque con el tiempo nos vamos acostumbrando a (casi) cualquier cosa.

Las cosas que más pesan en la vida no son ni el oro ni el hierro, sino las decisiones que no tomamos y en consecuencia ejecutamos.

Quita el freno de mano y avanza. No dejes que tus dudas te detengan. ¡Adiós!

Artículos Relacionados

Deja un comentario

Back to top button