Opinión

La guerra energética del siglo: fósiles contra renovables

Raúl Asís Monforte González

La reunión entre Donald Trump y Xi Jinping en Busan no fue un simple gesto diplomático. Representa, más bien, el más reciente episodio de una larga y compleja guerra comercial entre las dos mayores economías del planeta. Pero detrás de los aranceles y las declaraciones políticas, se libra una batalla mucho más profunda: una guerra por el control del futuro energético global.

Desde su primera administración, Trump ha dejado clara su inclinación por fortalecer la industria de los combustibles fósiles. Muchos lo interpretan como una postura ideológica, un gesto de negación ante el cambio climático. Sin embargo, es probable que su verdadera motivación sea de orden pragmático.

Estados Unidos posee vastas reservas de gas y petróleo, una poderosa infraestructura de refinación y exportación, y un sector energético que sigue siendo una de sus mayores fortalezas económicas. Apostar por los combustibles fósiles es, para Trump, apostar por lo que mejor sabe hacer su país.

China, por el contrario, ha seguido un camino distinto, pero igualmente pragmático. Con un territorio menos dotado de hidrocarburos, pero abundante en tierras raras, litio y capacidad manufacturera, Beijing ha decidido liderar la revolución de las energías limpias. No por romanticismo ambientalista, sino por estrategia industrial.

Sus empresas dominan la producción de paneles solares, turbinas eólicas, baterías y vehículos eléctricos. Y, como lo demuestra el reciente acuerdo con Estados Unidos, China sabe que controlar los minerales críticos, como los imanes, el silicio, litio y cobalto, equivale a controlar el ritmo de la transición energética global.

Los números hablan, por sí solos, de enero a julio de 2025, las exportaciones estadounidenses de combustibles fósiles alcanzaron unos 80 mil millones de dólares, mientras que las exportaciones chinas de tecnologías limpias y almacenamiento energético superaron los 120 mil millones. La balanza, al menos hasta ahora, se inclina hacia el oriente.

El acuerdo de Busan parece ser una tregua, donde China garantiza el flujo de tierras raras durante un año y Trump reduce parcialmente los aranceles. Pero en el fondo, ambos reconocen una verdad incuestionable, que el futuro energético no será dictado por la ideología, sino por la competitividad y el dominio tecnológico.

¿Y dónde queda América Latina en esta disputa? Nuestra región posee una parte sustancial de los recursos que ambos necesitan, litio en el Cono Sur, cobre en los Andes, potencial solar en el norte de México y Chile, y vastas oportunidades para el desarrollo eólico y de hidrógeno verde. Sin embargo, seguimos actuando más como observadores que como jugadores.

México, en particular, podría ser un punto de encuentro entre ambos mundos, exportador de petróleo a Estados Unidos, pero también con capacidad para integrarse a las cadenas de valor de energías limpias impulsadas por China y otras potencias.

La pregunta es si tendremos la visión estratégica para aprovechar esa posición o si, una vez más, dejaremos que otros decidan por nosotros. Porque mientras Trump y Xi negocian el futuro energético del planeta, América Latina corre el riesgo de quedarse en la tribuna, viendo cómo se juega la guerra energética del siglo sin siquiera tocar el balón.

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